sábado, 21 de abril de 2012

Para leer al Pato Donald, de Ariel Dorfman y Armand Matterlat



Este libro fue polémico desde el inicio. En plena agitación por las reformas de Salvador Allende, sus autores, radicados en Chile, se propusieron hacer una contribución intelectual al proyecto socialista de aquella época. Su punto de partida es la teoría de la dependencia. A su juicio, hay un orden mundial económico, que ha impuesto una división del trabajo que intensifica las relaciones de desigualdad entre los países del mundo. Los países de la periferia aportan materias primas y trabajo barato. Los países del centro depredan los recursos y el trabajo, y mediante su tecnología, manufacturan mercancías. A su vez, los países del centro exportan sus productos a los países de la periferia. Éstos los consumen, pero en este intercambio desigual, los países del centro venden sus productos a un precio sobrevaluado, y los países de la periferia entregan sus recursos y trabajo a un precio infravalorado. Al final, los países de la periferia nunca pueden desarrollarse, y se establece una relación de dependencia. Y, en este sentido, las relaciones económicas entre los países recapitulan las relaciones de explotación que Marx denunció entre capitalistas y proletarios. El norte depreda la plusvalía del sur, y para aumentar su capital, invade los mercados sureños con productos manufacturados.
Dorfman y Matterlat pretendieron llevar esta teoría de la dependencia más allá de la esfera económica. Marx y Engels ya habían adelantado la idea según la cual, la superestructura es un aparato ideológico para asegurarse el dominio de la infraestructura. En otras palabras, en las relaciones de explotación, el burgués se asegura de que el proletario asuma unos valores e ideas que garantizan la preservación del status quo. Así, por ejemplo, la religión es el opio del pueblo, pues las ideas religiosas son un artefacto burgués para convencer al trabajador explotado de que no se rebele, en expectativa de una mejor vida después de la muerte.
Pues bien, el libro de Dorfman y Matterlat consistió en denunciar cómo los países del norte expanden sus valores burgueses a los mercados del sur, con un doble propósito. Por una parte, difunde una ideología capitalista que previene la rebelión proletaria. Y, además, incentiva el consumo que, a la larga, permitirá que los países del norte expandan sus mercados.
Hay muchas formas de expandir estos valores, pero Dorfman y Matterlar se concentraron en las tiras cómicas de Disney, las cuales por aquella época gozaban de gran popularidad en América Latina. A juicio de los autores, detrás de la inocencia de los personajes de Disney, hay una gran carga ideológica que sirve como aparato para reproducir las relaciones de explotación en el mundo.
Entre los personajes clásicos de Disney, no hay padres e hijos, sino tíos y sobrinos. Esto, según Dorfman y Matterlat, reprime las relaciones sexuales y el rol de la mujer en la procreación. De ese modo, alegan los autores, se afianza la ideología patriarcal de explotación. Igualmente, los personajes de Disney acumulan riquezas sin el menor esfuerzo; muy rara vez se presentan escenas de fábricas o sindicatos. De nuevo, esto afianza la ideología capitalista que pretende disimular las relaciones de explotación y el sufrimiento de los trabajadores.
Además, son personajes que miden todo en función del dinero, y con esto, las tiras cómicas de Disney aplauden la actitud mercantil. Cuando los personajes de Disney viajan a América Latina, se encuentran con gente inocente pero inepta, a la espera de que los gringos les resuelvan sus problemas. Una vez más, esto siembra un complejo de inferioridad entre los latinoamericanos, y abre espacio para que las trasnacionales tengan una buena recepción en la periferia.
En principio, Para leer al Pato Donald tiene bastante plausibilidad. Las trasnacionales aspiran expandir sus mercados y, por supuesto, deben incentivar el consumo. A estas trasnacionales les viene bien que los habitantes del Tercer Mundo asuman el estilo de vida consumista, y todo parece indicar que las tiras cómicas de Disney persiguen ese objetivo. Al aplaudir el interés mercantil y el consumo entre los personajes de Disney, se siembra el consumismo entre los lectores de historietas, la cual viene muy bien a la trasnacional Disney.
Hay también un halo de plausibilidad en la idea marxista de que los valores predominantes en una sociedad son aquellos que reflejan los intereses de la clase dominante, a fin de mantener el status quo. Y, en este sentido, las historietas de Disney serían un aparato ideológico para distraer a las masas oprimidas, y prevenir así la revolución proletaria.
El problema con estas tesis, no obstante, es que fácilmente se convierten en teorías de la conspiración. Y, no deja de ser cierto que Para leer al pato Donald está escrito en clave paranoica. El Pato Donald no es un inocente personaje que agrada a los niños. En realidad es un agente encubierto de la CIA, que pretende lavar el cerebro a las masas, y así servir a los diabólicos intereses de los capitalistas.
En el marxismo está presente este elemento paranoico. Según el marxismo, existe una mega-conspiración burguesa internacional, con diversos grados de conciencia, para mantener oprimidos a los trabajadores. El marxismo es una teoría sociológica coherente y plausible, pero a diferencia de otras teorías, no tiene mucha posibilidad de ofrecer sólidas evidencias empíricas. Y, precisamente por ello, como bien advertía Karl Popper, no cuenta con la posibilidad de ser falseada. Bajo los términos del marxismo, toda aquella persona que dude de que esa conspiración burguesa internacional existe, es en sí mismo un burgués, y forma parte de la conspiración. Esto recuerda un poco a los inquisidores que postulaban que, quienes negaran la existencia de las brujas, eran en sí mismas brujas.
Sería ingenuo dudar, por supuesto, que la CIA tiene tentáculos en todos los rincones del globo. De hecho, dos años después de la publicación de Para leer al Pato Donald, la CIA apoyó el golpe militar contra Allende, y la brutal dictadura de Pinochet. Pero, la paranoia alimentada por libros como Para leer al Pato Donald muchas veces hace incurrir en el extremo opuesto; a saber, la paranoia irracional. Hoy, la CIA es culpada de haber inventado el reguetón para destruir a la juventud latinoamericana, o de haber propagado el virus del VIH para aniquilar a los africanos. Un mínimo de racionalidad debería rechazar acusaciones tan absurdas como éstas.
El poder de la CIA se ha exagerado. No deberíamos dudar, por ejemplo, de que estuvieron detrás de la caída de Gadaffi en 2011. Pero, alegar que la CIA es la gran mano titiritera que conduce todo es atribuirle demasiado. Sin descontento social generalizado, es muy difícil que un puñado de espías y mercenarios logre tumbar gobiernos.
Quizás Donald y Mickey sirvan para alienar al Tercer Mundo. Pero, alegar que hay una mente maestra que deliberadamente planifica esto mediante una conspiración, es incurrir en la paranoia irracional. Dorfman y Matterlat nunca llegaron a sostener explícitamente que las tiras cómicas de Disney sean un invento de la CIA, ni tampoco que se trate de una gigantesca conspiración deliberada. Pero, sí abrieron el camino a los teóricos de la conspiración que tanto han prosperado en los últimos años. 
Probablemente el problema principal con Para leer al Pato Donald sea la disciplina desde la cual pretende proceder. Marx pretendió demostrar, con datos numéricos desde la disciplina de la economía, que la plusvalía producida por el proletariado no estaba siendo justamente distribuida, y que por ende, el sistema capitalista es depredador. Quizás Marx estuvo equivocado, pero al menos intentó buscar datos precisos que respaldaran su postura. En cambio, Dorfman y Matterlat, escribieron desde la semiótica, la disciplina que pretende estudiar los signos. Y, como bien enseñaba Ferdinand de Saussaure, la relación entre significantes y significados es arbitraria. Para leer al Pato Donald termina siendo un ejercicio especulativo que trata de desenmascarar un mensaje subliminal oculto.
Pero, como en toda especulación, estamos muy lejos de tener certeza sobre la veracidad de esas tesis. Como bien señalan Vargas Llosa y compañía, así como Matterlat y Dorfman acusan a Mickey de promover la ideología burguesa, podríamos acusar a Mafalda de promover la inmoralidad sexual. La semiótica es presa fácil del abuso. Dependiendo de las predisposiciones mentales que tengamos, interpretaremos a nuestro antojo muchos signos. Al final, la mayor parte de los análisis semióticos son afines a los exámenes de Roschard: veremos lo que queremos ver.
De hecho, Matterlat y Dorfman no fueron pioneros en su crítica a las tiras cómicas como lavadoras de cerebro. Estos autores escribieron desde la izquierda, pero ha habido también plenitud de autores ultraconservadores que observan en las tiras cómicas potencial revolucionario anárquico que atenta contra el orden social. Cuando Batman y otros superhéroes se toman la justicia por sus manos, motivan al lector común a no confiar en los cuerpos policiales del Estado. Y, por supuesto, no falta el elemento sexual en muchas de estas críticas derechistas: la Seducción de los inocentes, publicado en 1954 por el psiquiatra Frederic Wertham, es un libro que postula que existe una conspiración de homosexuales para corromper la moralidad mediante las tiras cómicas, especialmente la dudosa relación entre Batman y Robin.
Quizás, todos estos semióticos que pretenden desenmascarar conspiraciones mundiales, estén condicionados por sus genes. Las condiciones de la sabana africana en los albores de nuestra especie, hizo que para nuestros ancestros fuese una ventaja adaptativa el tener cierta predisposición cerebral a la paranoia. En un ambiente de tanta incertidumbre frente a los depredadores y otros peligros, era más ventajoso ser paranoico que ser ingenuo. Por ello, sobrevivieron en mayor proporción los paranoicos, y eso explica cómo nuestra especie tiene una tendencia a encontrar patrones en cosas que, vistas con mayor racionalidad, realmente no lo tienen. Nos cuesta aceptar que un pato sea un pato: siempre existe mayor satisfacción en creer que un pato es un agente de la CIA.
Deseo hacer una última advertencia sobre Para leer al Pato Donald. Dorfman y Matterlat se proponen hacer una crítica al ‘imperialismo cultural’. A su juicio, cuando Disney exporta a Mickey, nos impone un elemento foráneo a nuestra cultura, y nos obliga a vernos a nosotros mismos como ellos nos ven a nosotros. De nuevo, esta tesis tiene un alto grado de plausibilidad. Pero, pretender que el imperialismo cultural sea exclusivamente malo, es no evaluar íntegramente la evidencia. Dorfman y Matterlat se concentran exclusivamente en los aspectos negativos del imperialismo cultural, a saber, aquel que pretende imponer sobre los colonizados, una visión degradante de ellos mismos, y una estimulación del consumo para favorecer a los países que manufacturan los productos.
En esto, los autores son demasiado mezquinos. Pues, el mismo imperialismo cultural ha sido el responsable de proveer el marco ideológico para la crítica de la cual parten Matterlat y Dorfman. Los productos de exportación de Occidente no han sido sólo Disney, Hollywood, McDonalds y Coca-Cola. También ha exportado las bases ideológicas de la democracia, el secularismo, la ciencia, el igualitarismo, los derechos humanos, e incluso, el mismo socialismo (difícilmente los aztecas o incas hubieran parido un Marx).
Hasta cierto punto, la penetración de Donald y Mickey en el Tercer Mundo ha abierto el camino para que, en ese mismo Tercer Mundo, le sigan Marx y Lenin. El comercio siempre ha servido de vías de comunicación entre los pueblos, y así, la mercancía de Disney sirve como canal para la penetración de ideas liberadoras socialistas procedentes de otras latitudes. La gran paradoja del imperialismo occidental (a diferencia de casi todos los otros imperialismos de la historia) ha sido que, así como ha exportado explotación, ha exportado también las bases ideológicas para resistir la explotación.

viernes, 20 de abril de 2012

Piel negra, máscaras blancas, de Frantz Fanon



Frantz Fanon es una de las figuras más trágicas del siglo XX. Su vida estuvo marcada por incontables experiencias de sufrimiento. Su prematura muerte por leucemia fue igualmente lamentable. Hoy Fanon es casi un mártir para los pueblos colonizados que buscan su liberación. Como consecuencia de sus experiencias amargas, Fanon escribió este texto, Piel negras, máscaras blancas. El libro, escrito a mitad de camino entre la autobiografía, el análisis psiquiátrico y ensayo sociológico, está marcado por un enfático tono de indignación. No es para menos, teniendo en cuenta la vida de Fanon. Pero, a través de sus páginas, Fanon pasa muchas veces de la indignación al puro resentimiento, cuestión que en varias ocasiones, lo conduce a sostener posturas lamentables. Habría sido insensato pedir a Fanon que, en su sufrimiento, modificase muchos de los contenidos de su libro. Pero, no es insensato, cincuenta años después, pedir a los devotos seguidores de Fanon que reconozcan que posturas como las expuestas en Piel negra, máscaras blancas, deben ser asumidas sólo con extremo cuidado.
En vista de que Piel negra, máscaras blancas tiene un importante contenido autobiográfico, conviene hacer un breve repaso por la vida de Fanon. Originario de la colonia francesa de Martinica, de una familia mulata de clase media, Fanon recibió la clásica educación que el colonialismo francés adelantaba, con su pretensión de asimilar a los colonizados. Así, desde joven, creció en Fanon un sentimiento patrio francés. Cuando Francia entró en la Segunda Guerra Mundial, Fanon entusiastamente se alistó para defender a la que él consideraba su patria. Fue enviado como soldado a Europa.
Pero, la experiencia en Europa modificó sustancialmente sus sentimientos. Fanon ingenuamente creía que sería aceptado como un francés más, pero no tardó en vivir los efectos nocivos del racismo. Vivió de cerca cómo los comandantes no confiaban en los regimientos de soldados negros, separados de los blancos. Empezó a comprender que el daño ocasionado por el colonialismo no era sólo político o económico, sino fundamentalmente psicológico.
Así, Fanon estudió psiquiatría. Afectado por su experiencia en Francia, y profundamente indignado por el colonialismo francés, se marchó a Argelia para colaborar en los movimientos de independencia. Estuvo trabajando en hospitales psiquiátricos, pero inoportunamente, desarrolló una leucemia y murió.
El título del libro, Piel negra, máscaras blancas, se conforma especialmente como una crítica, no tanto dirigida a los colonizadores blancos, sino a los colonizados negros que dan continuidad a la degradación colonialista. A lo largo de sus páginas, Fanon va mostrando su indignación frente a aquellos negros (especialmente hombres) que, avergonzados de su origen, intentan hacerse blancos. Así pues, llevan una máscara blanca, intentando ser aquello que nunca podrán; a saber, hombres blancos.
Y, precisamente acá empiezan las dificultades con el libro. Pues, Fanon implícitamente participa de un esencialismo que postula que las características biológicas deben coincidir con las características conductuales. Aquella persona de piel oscura que se sienta fascinada por la cultura europea es, bajo la perspectiva de Piel negras, máscaras blancas, un traidor. Fanon termina por encasillar a los negros en la cultura africana, y a los blancos en la cultura europea, y no les permite salir de esas esencias. Asumir las ventajas de la civilización europea termina por  ser el equivalente a asumir una máscara blanca.
La suposición implícita de Fanon es que, para vivir sin máscaras, para vivir auténticamente, es necesario rechazar todo lo traído por el colonizador. Esto ya empieza a sonar ridículo. El principal problema con Fanon y la escuela postcolonialista que él inauguró, es que su dolorosa experiencia no le permitió tener una visión más panorámica, y comprender que no toda la experiencia colonialista francesa fue mala, y que más allá de los innegables crímenes del colonialismo, hizo aportes significativos (tanto intelectuales como materiales) que no conviene rechazar.
Fanon empieza por documentar cómo el daño psicológico del colonialismo se manifiesta a través del lenguaje. Fanon analiza que, en muchas lenguas occidentales, lo malo está asociado al color negro, y lo bueno al color blanco. Esto, postula Fanon, va erosionando la personalidad de los colonizados de color.
Es innegable que, efectivamente, en muchas de las lenguas de los colonizadores, el color negro está asociado a lo malo, y el blanco a lo bueno. Pero, quizás Fanon exagera el daño que esto causa. La tesis de Fanon reposa sobre la hipótesis relativista de Sapir y Whorf, según la cual, las particularidades del lenguaje condicionan el pensamiento; esta hipótesis hoy está muy cuestionada por la vasta mayoría de los lingüistas.
Fanon también describe cómo, en su Martinica natal, hay un intento desesperado por asumir los modos lingüísticos de la metrópolis francesa. La degradación colonial ha llegado a tal punto, que los nativos de Martinica odian su color y su propia forma de hablar, y a toda costa quieren parecerse a los blancos, para lo cual asumen los modos lingüísticos foráneos.
Sin duda, esto ocurre: hay plenitud de gente que asume los modos lingüísticos de los poderes dominantes. Pero, Fanon debió haber reconocido también que la dinámica de la difusión lingüística dicta que, efectivamente, haya modificaciones lingüísticas. Es natural que un nativo de Martinica que pase una temporada en Francia, regrese hablando con modismos franceses metropolitanos; esto no ocurre por un odio a sí mismo. El empresario venezolano Richard Bulton estuvo secuestrado por los paramilitares colombianos por varios años. Cuando fue liberado, hablaba con acento colombiano. ¿Era este cambio lingüístico una forma de esnobismo por parte de Bulton? Para nada: muy difícilmente Bulton habría querido parecerse a sus secuestradores. Sencillamente, el uso cotidiano hizo que, inevitablemente, Bulton asumiese el acento de aquellos con quienes convivía.
Fanon se lamenta en el libro de que los nativos de Martinica abandonasen sus dialectos regionales a favor del francés, pues insistía, es una forma de degradación de los nativos cuando éstos odian su propia lengua. Sin duda, habrá algunos esnobs de este tipo. Pero, también es menester tener en cuenta que las lenguas que sobreviven son aquellas que son más útiles. Y, por motivos comerciales, educacionales, mediáticos, etc., el francés es mucho más útil que los dialectos de Martinica. Quizás el nativo de Martinica que prefiera el francés por encima del creole, no lo hace tanto por odio a sí mismo, sino más bien por cálculo racional respecto a la utilidad de la lengua.
Por supuesto, eso no esconde el hecho de que, en Francia, quien hablara con acento creole era degradado, y eso generaba un profundo efecto nocivo, y Fanon vivió esto de cerca. Pero, lamentablemente, también ocurre a la inversa. Quien pretenda hablar un francés gramaticalmente correcto, es muchas veces visto como un traidor, un negro que lleva una máscara blanca. Y, así, pareciera que Fanon pretende mantener a la gente negra en la caja esencialista: para ser auténticamente negro, hay que renunciar al gusto por Pascal, Voltaire o Flaubert. Plenitud de negros intelectuales en EE.UU., por ejemplo, se han quejado de que muchas veces son acusados de colaboracionistas con el poder blanco, por el solo hecho de expresarse correctamente en lengua inglesa.
Fanon también dirige críticas a las mujeres negras que buscan casarse con hombres blancos, y los hombres negros que buscan casarse con mujeres blancas. Fanon se indigna, por ejemplo, frente a un libro autobiográfico escrito por Mayotte Capecia. En ese libro, la autora es mulata, pero reniega de su color de piel oscuro. Narra su plena satisfacción por haberse casado con un hombre blanco de ojos azules, pero a la vez, se mortifica cuando visita a los amigos blancos de su esposo, pues teme quedar en ridículo.
Situaciones parecidas documenta Fanon en una novela de Absoulaye Sadji: una mujer negra recibe una propuesta matrimonio de un hombre negro que sinceramente la ama, pero a ella eso le parece un insulto. En cambio, cuando un hombre blanco le propone matrimonio, ella misma queda encantada, aun sin estar claro si ese hombre en verdad la ama. Obviamente, concluye Fanon, la mujer negra colonizada odia su propio color de piel, y desesperadamente busca un esposo blanco, a fin de sentir una mejora respecto a su condición.
Los hombres negros no son muy distintos. Fanon considera que el deseo de los hombres negros por casarse con mujeres blancas obedece a unas intensas ansias de conseguir un trofeo, e incluso, una suerte de venganza respecto a los colonizadores blancos, pues éstos impusieron su dominio, pero al final, el hombre negro consiguió apoderarse de la mujer blanca.
Fanon dirige su atención a una novela de René Maran, Un hombre como los demás. El protagonista,  un joven negro criado en Francia llamado Veneuse, se enamora de una mujer blanca. Pero, inseguro, consulta a un amigo si ella podría aceptarlo. Su amigo le responde que sí, pues si bien él es negro, se ha criado en Francia, y es como el resto de la gente.
Fanon ve esto como una gran afronta contra la integridad de Veneuse, pues, a su juicio, la sociedad francesa ha promovido su asimilación, y le ha hecho romper con sus raíces negras. Lamentablemente, Fanon no alcanza ver que esto es precisamente una de las virtudes de la civilización francesa. Los franceses, en virtud de su radical igualitarismo ilustrado, asumieron que todos los hombres tienen la suficiente plasticidad para asumir cualquier cultura, y que el ser negro no supone un impedimento biológico para ser ciudadano francés, contrario a lo que tradicionalmente asumían los promotores del racismo, para quienes, la gente negra tiene un impedimento biológico para asumir plenamente los valores de la civilización occidental. Por supuesto, este ideal estuvo muy lejos de cumplirse en las mentes del pueblo llano francés, pero la situación vivida por Veneuse pareciera ser más bien de integración, y no de alienación. Una vez más, en tanto Fanon desea que el negro se aferre a sus raíces africanas a toda costa, asume irónicamente, como hicieron los racistas de antaño, que los rasgos biológicos dictan cuáles rasgos culturales deben asumirse.
Los capítulos sobre las relaciones maritales entre blancos y negros son quizás los más lamentables de Piel negra, máscaras blancas. En los sistemas más brutales de colonialismo, se impusieron leyes raciales que prohibían los matrimonios mixtos. EE.UU. tuvo estas leyes hasta 1967, y Sudáfrica hasta 1995. Los franceses prescindieron de esto hace mucho tiempo, de nuevo, precisamente en función de su igualitarismo. Pero, insólitamente, Fanon, en vez de celebrar el matrimonio entre distintos grupos raciales como una forma de acercar a los grupos sociales, tácitamente postula que la mujer negra que se casa con un hombre blanco colabora con el colonialismo y se odia a sí misma.
Ciertamente, en algunos casos, el deseo de las mujeres negras antillanas de casarse con hombres blancos pudo haber obedecido a las dinámicas psicológicas que Fanon explora (yo también he conocido mujeres venezolanas que buscan desesperadamente casarse con europeos para “mejorar la raza”). Y, quizás Fanon sólo quiso referirse a las situaciones que él vivió de cerca en Martinica. Pero, su disgusto al ver a una mujer negra con un hombre blanco (o un negro con una blanca), ha alimentado en muchos pueblos colonizados la idea de que, para preservar la integridad cultural africana y no doblegarse frente al colonizador, es necesario que las negras se queden con los negros. Esto es un terrible retroceso en la senda de la integración racial.
Este lamentable aspecto de la obra de Fanon no eclipsa otros momentos lúcidos. Por ejemplo, Fanon hábilmente refuta los disparates que defiende el psicoanalista Octave Mannoni: según este autor, los colonizados desde siempre tuvieron un complejo de inferioridad, y una necesidad de que los colonizadores gobernaran sus vidas. Con todo, hay un punto en la obra de Mannoni que Fanon critica, pero que, en realidad, no resulta tan disparatado. Mannoni opina que los abusos del colonialismo no se deben propiamente a la civilización francesa, sino al pueblo llano francés que, al ocupar los cargos de administradores coloniales, atropella a los nativos. Fanon disputa esto, y señala que no hay grados intermedios en el racismo, y que Francia es abiertamente un país racista.
La opinión de Fanon es discutible. Sin duda, el colonialismo francés cometió abusos. Pero, este colonialismo se inspiró en una ‘misión civilizadora’, cuya intención era noble: a partir del universalismo y el igualitarismo ilustrado, se planteó el objetivo de extender al mundo entero los avances de la civilización. Hubo, por supuesto, cinismo en todo esto. Pero, sostener que el colonialismo francés, per se, fue el promotor del racismo, es malinterpretar los datos.
Además, hay en Piel negra, máscaras blancas, alguna inconsistencia. Al discutir el modo en que los blancos representan a los negros, Fanon critica a los promotores del movimiento de la negritude, Cesaire y Senghor, por ser cómplices del estereotipo europeo según el cual, los negros no son tan racionales como los blancos, pero en cambio, tienen la sensualidad y la emoción que carece el frío mundo racionalista europeo. Esta crítica, por supuesto, es muy pertinente: los promotores de la negritude cayeron en el esencialismo, y asumieron que el negro, por el mero hecho de ser negro, es menos racional pero más sensual. El problema, no obstante, es que a lo largo del libro, Fanon también cae en este esencialismo que él mismo critica. Pues, Fanon reprocha a los negros que intentan asumir costumbres culturales europeas. Al final, para Fanon, lo mismo que para los promotores de la negritude, la única forma en que el negro puede vivir auténticamente es permaneciendo encerrado en la esencia africana.
Hoy algunos pseudocientíficos racistas defienden la idea de que las personas de piel oscura son menos inteligentes, y para ello, invocan la supuesta evidencia de pruebas de inteligencia. En realidad, los estudios demuestran que, si los negros tienen menor puntaje en estas pruebas, es probablemente porque han sido discriminados en la educación. Pero, afortunadamente, hay algunos intelectuales negros en EE.UU. que se han percatado de que parte del problema también está en el hecho de que, entre las subculturas de jóvenes negros, hay un desprecio hacia quien estudie y busque desarrollarse intelectualmente, pues, a juicio de estos jóvenes, estos intelectuales “se compartan como blancos” (act white) y son traidores.
Quizás inadvertidamente, Fanon incentivó esta actitud. Su crítica a los negros que asumen costumbres europeas ha desembocado en que aquel negro que quiera nutrirse de los avances de la civilización europea, será sometido al ostracismo en su propia comunidad. La principal falla de Fanon consistió en no haber alcanzado a ver que no todo lo del colonialismo fue malo, y que además de sus innegables abusos, el colonialismo europeo ofreció ventajas que a los propios colonizados les conviene asimilar.

jueves, 19 de abril de 2012

Tratado contra el método, de Paul Feyerabend

A inicios del siglo XX hubo gran expectativa y optimismo entre filósofos y científicos. Se tenía la aspiración de que la ciencia tuviese un despegue impresionante (como, de hecho, eventualmente ocurrió), pero para ello, los filósofos estimaban necesario separar a la ciencia de aquello que no es ciencia, o mejor aún, de aquello que pretende pasar por ciencia, pero que en realidad no lo es. Así pues, los filósofos de la ciencia dedicaron atención al llamado ‘criterio de demarcación’.
Una corriente, los positivistas lógicos, sostenían que el principal requisito para que una disciplina fuese científica, es la verificación. Aquella disciplina que tenga alegatos no verificables, no puede calificar como científica. Eventualmente, Karl Popper buscó reformar este criterio, y sostuvo que, no sólo basta la verificación, también es necesaria la posibilidad de ser refutada. Pues, alegaba Popper, hay disciplinas que tienen alegatos verificables, pero bajo ninguna circunstancia son refutables; en otras palabras, han eliminado la posibilidad de un contraejemplo. Esto, insistía Popper, hace que esa disciplina sea dogmática, y por ende, ajena a la ciencia. El criterio de Popper permitió contemplar la posibilidad de que, aun teorías aparentemente científicas, como el marxismo y el psicoanálisis, en realidad no lo son.
Pues bien, en 1975 apareció Tratado contra el método, de Paul Feyerabend. En este libro, Feyerabend pretende revertir los avances del positivismo lógico y de Popper y sus seguidores. Su intención era anular la separación entre ciencia y pseudociencia argumentando, como su título sugiere, que sencillamente no debe existir ningún método en la ciencia. A este libro debemos la infame frase “todo vale”. Su doctrina, conocida como ‘anarquismo epistemológico’, sostiene que, a la hora de intentar conocer el mundo, sencillamente no existen reglas. Tienen el mismo valor epistemológico un meteorólogo, que un brujo que lee el tabaco para predecir el clima. De hecho, Feyerabend exige que la ciencia se separe de la política (así como la religión se ha separado de la política en las naciones modernas), y en la educación pública no se imponga la versión de la ciencia sobre el funcionamiento del universo.
Semejantes posturas escandalizan, y es natural que Feyerabend sea apreciado, por encima de cualquier otro postmodernista, como la bestia negra de la filosofía de la ciencia. Los alegatos de Feyerabend son tan desmedidos, que filósofos serios como Mario Bunge, no vacilan en llamarlo un ‘bufón de corte’, al punto de que cabe sospechar que ni él mismo estaba convencido de sus posturas, sino que (quizás inconscientemente) las formulaba para generar impacto y ganar fama.
Por mi parte, me atrevo a especular (y, advierto que esto es sólo una explicación, y no pretendo que tenga mucho valor explicativo) que el ataque de Feyerabend en contra de la ciencia se debió a un resentimiento que se cultivó en él como consecuencia de una vieja herida de bala sufrida en la Segunda Guerra Mundial, a la cual los tratamientos médicos científicos nunca pudieron dar solución.
Con todo, amerita considerar algunos argumentos de Feyerabend, pues si bien su postura es escandalosa, expone algunos puntos interesantes. La razón que Feyerabend invoca para oponerse a las reglas del método científico, y para proclamar un anarquismo epistemológico es que, a su juicio, la historia de la ciencia ha demostrado que las grandes teorías revolucionarias hoy aceptadas se formularon precisamente en contra de las reglas epistemológicas imperantes. Según Feyerabend, los grandes innovadores de la ciencia han especulado y han prescindido de observaciones y reglas rigurosas, pero precisamente esa creatividad ha permitido propiciar grandes innovaciones científicas. Feyerabend sostiene la inconmensurabilidad de las teorías, de manera tal que ninguna teoría se acerca más a la verdad que otra. Pero, independientemente de que no haya una verdad objetiva a la cual acercarse, Feyerabend sostiene que el espíritu rebelde de los innovadores científicos es precisamente aquello que le da vitalidad al conocimiento humano.
Feyerabend dedica especial atención al caso de Galileo. Contrario a lo que frecuentemente se cree (y, en esto Feyerabend sí tiene razón), la oposición a Galileo no provino exclusivamente de una adhesión dogmática a las enseñanzas de la Biblia o Aristóteles (también se cree frecuentemente que Galileo fue torturado por la Inquisición, pero esto es falso). Al contrario, los protocientíficos (no sería justo llamarlos ‘científicos’ en pleno sentido) de aquella época invocaban observaciones que, aparentemente, refutaban a Galileo y reafirmaban la idea de que el sol gira alrededor de la Tierra.
Por ejemplo, si la Tierra se mueve, entonces deberíamos sentir el viento en la cara constantemente. Pero, la observación más invocada como respaldo del geocentrismo era que, cuando de una torre se deja caer una piedra, ésta cae verticalmente. Quienes se oponían a Galileo argumentaban que eso es evidencia de que la Tierra no se mueve. Si la Tierra se moviera, la piedra caería en línea diagonal, pues al llegar al suelo, la Tierra se habría movido, y la piedra se habría ‘quedado atrás’, pues al estar en el aire, no se habría movido con la Tierra.
Es sumamente curioso que, cuando la Iglesia Católica en el siglo XX pidió perdón por su censura de Galileo, el entonces cardenal Ratzinger (hoy Benedicto XVI) intentó mitigar la culpa de la Iglesia señalando que, en aquel momento, la evidencia acumulada apuntaba a que, en efecto, la Tierra no se mueve. Y, para respaldar esta opinión, Ratzinger citaba a Paul Feyerabend. ¡Es terriblemente irónico que alguien que se propone combatir la ‘dictadura del relativismo’ busque amparo intelectual en uno de los mayores exponentes del relativismo!
Para enfrentar la objeción planteada por los protocientíficos, Galileo formuló aún otra hipótesis que pretendió modificar el entendimiento del impulso y el movimiento relativo (la cual explicaría por qué la piedra desciende verticalmente de la torre), pero sin mucho respaldo de observación. A lo sumo, como es bien sabido, Galileo apeló a un experimento mental: imaginemos que un jinete, a medida que cabalga a alta velocidad, deja caer una bola. La bola caería justo al lado del caballo, tal como ocurriría si el caballo estuviese detenido. A partir de esto, Galileo infirió que en el movimiento del caballo se transferiría a la bola, mediante la mano del jinete. Con todo, es cierto que Galileo no sometió esta posibilidad a una rigurosa verificación empírica. Y, de acuerdo a Feyerabend, Galileo invocó una hipótesis ad hoc (aquellas hipótesis que se invocan en el último momento para ‘salvar’ una teoría que no concuerda con datos establecidos) para salvaguardar su teoría respecto al movimiento de la Tierra.
Hoy, el método científico sospecha mucho de las hipótesis ad hoc. Las pseudociencias están plagadas de hipótesis de este tipo. Por ejemplo, cuando los experimentos de supuestas habilidades paranormales no repiten los resultados de supuestos experimentos previos, se intenta explicar eso señalando que el escepticismo de los observadores inhibe las habilidades paranormales.
Pues bien, según Feyerabend, lo mismo que los promotores de la parapsicología, Galileo violó las reglas del método científico. Pero, precisamente por eso, Feyerabend ve con buenos ojos a Galileo. Aprecia a Galileo como un rebelde en contra de la tiranía del establishment científico; Galileo se atreve a violar las exigencias del método y, con eso, propicia un nuevo esquema explicativo que funciona bien. Y, así como no reprochamos a Galileo por haber violado las reglas del método científico, tampoco debemos reprochar a homeópatas, parasicólogos, astrólogos y brujos. Todo vale.
Feyerabend sostiene que Galileo ya tenía una teoría preconcebida, y que a partir de ella, buscó datos que la confirmara y, en el caso de que esa teoría no encajase bien con algunos datos ya establecidos previamente, formuló hipótesis ad hoc para explicar esa aparente inconsistencia. Feyerabend opina que, de hecho, así operan todas las teorías científicas.
En esto, Feyerabend resuena mucho con una postura muy controvertida defendida por W.V. Quine, el ‘holismo de confirmación’. Según esta postura, cuando se intenta confirmar una teoría, se parte de un esquema conceptual general. Y, en este sentido, siempre será posible ajustarse a unos datos que, en apariencia, refutan la teoría. Pues, esos datos proceden de un esquema conceptual generalizado, pero si se abandona ese esquema conceptual, podrían ser ajustados a la teoría en cuestión.
Así, en opinión de Quine, frente a cualquier dato, siempre hay más de una explicación posible. Por ejemplo, alguien puede sostener que la Tierra es plana. Frente a una pieza de evidencia tan elemental como, supongamos, las fotos que se toman desde satélites en las que, en efecto, la Tierra tiene apariencia esférica, quien defiende que la Tierra es plana puede sostener que esas fotos son un montaje que procede de una conspiración mundial para hacer creer que la Tierra es esférica. Por ello, las fotos satelitales no refutan inmediatamente la hipótesis respecto a la planicie de la Tierra, pues esta refutación parte de otras premisas (por ejemplo, que esas fotos son confiables), y ésas a su vez de otras. Pero, si se prescinde de esas premisas y se postulan otras (como, por ejemplo, que existe una conspiración mundial para hacer creer que la Tierra es esférica), entonces las fotos no constituyen un problema para quien defiende que la Tierra es plana.
La postura de Quine es ingeniosa, pero criticable. Es cierto que, frente a cualquier conjunto de datos, siempre hay varias explicaciones posibles. Pero, no por ello debemos asumir que todas las explicaciones son igualmente válidas. Un principio ampliamente defendido por los filósofos es la ‘navaja de Occam’: las entidades no deben ser multiplicadas más allá de su necesidad. En otras palabras, las explicaciones más parsimoniosas son preferibles. En este sentido, si bien un conjunto de datos puede ser explicado por varias teorías, probablemente la correcta será aquella que sea más parsimoniosa, a saber, la que recurra menos a hipótesis ad hoc. Si bien las fotos satelitales pueden explicarse a partir de dos teorías (primera: la Tierra es esférica; segunda: existe una conspiración para hacer creer que la Tierra es esférica), la primera es más parsimoniosa, y por ende, preferible. Y, de la misma manera, debemos extender este criterio a la montaña de disciplinas pseudocientíficas: si bien, mediante hipótesis ad hoc, podrían ajustarse a los datos que las refutan, precisamente el hecho de que continuamente apelan a hipótesis ad hoc las hace prescindibles.
En todo caso, Feyerabend insiste en que las teorías científicas se imponen, no por su correspondencia con la realidad, ni por la rigurosidad de sus observaciones, sino por las estrategias retóricas propagandísticas que emplean. Thomas Kuhn defendía un argumento similar: ninguna teoría supera a la anterior, sencillamente la reemplaza. El cambio de un paradigma a otro es afín al cambio de moda en la vestimenta. No diríamos que la moda hip hop de los años noventa superó a la moda metal de los años ochenta. Ambos estilos de moda son inconmensurables, y además, el paso de un estilo a otro estuvo mediado por una estrategia mediática y publicitaria. Pues bien, lo mismo que la moda de vestimenta, los paradigmas son inconmensurables, y esos cambios de paradigma han estado mediados por la propaganda de la ciencia, la cual se ha valido de estrategias retóricas. Los científicos convencen más con sus discursos adornados que con la rigurosidad de sus experimentos.
Feyerabend aprecia a Galileo como un superbo propagandista, que se vale de la ironía, el insulto, el ridículo, y demás trucos retóricos, para persuadir a favor de su idea no comprobada en aquel momento. Debe admitirse que, en efecto, Galileo era hábil en el uso de la retórica, y que la ciencia depende de buenas estrategias divulgativas. Es por ello que gente como Carl Sagan, Eduard Punset o Bill Nye hacen una inmensa labor por la ciencia, aun si no han hecho grandes descubrimientos. Pero, postular que la retórica pesa más que la rigurosidad de las observaciones en la ciencia es sencillamente ir demasiado lejos, y distorsionar la historia de la ciencia. Los creacionistas, por ejemplo, cuentan con un inmenso aparato propagandístico a su favor, y emplean estrategias retóricas muy eficaces. En efecto, han logrado convencer a la mitad de la población de EE.UU. (cuna de la mayor parte de los científicos del siglo XX); pero la enorme cantidad de filmes, folletos, campamentos y museos a favor del creacionismo, no podrá convencer a los científicos de que Dios creó a cada especie por separado hace apenas seis mil años. El creacionismo no convencerá, sencillamente porque, aun si cuenta a su favor trillones de dólares y estrategias mediáticas, no cuenta con evidencia a su favor.
Feyerabend ha hecho bien en señalar un aspecto importante de la ciencia; a saber, que el adorno retórico muchas veces complementa a la sustancia de los descubrimientos. Pero, este autor y sus seguidores, pierden de vista el hecho de que la evidencia siempre pesará más que las estrategias retóricas. Al final, la verdad prevalecerá.
También es disputable la reconstrucción histórica que Feyerabend hace del caso de Galileo. Es cierto que, admitido el argumento de la torre promovido por los geocentristas, el postular que la Tierra se mueve habría ido en contra de las reglas protocientíficas de aquel momento. Pero, Galileo destacó, no sólo por atacar el geocentrismo, sino también por colocar en duda las nociones imperantes sobre el impulso y el movimiento. Es cierto que Galileo no hizo observaciones rigurosas sobre estos asuntos, pero eso en ningún sentido implica que la ciencia funciona mejor cuando prescinde de la rigurosidad de su método.
En cierto sentido, Galileo tuvo suerte, pues las posteriores observaciones confirmaron sus intuiciones. Pero, si las posteriores observaciones hubieran refutado las intuiciones de Galileo, hoy lo habríamos dejado en el olvido. De nuevo, contrario a lo que Feyerabend cree, el peso de la evidencia, la coherencia y el carácter parsimonioso termina por ser la vara mediante la cual la ciencia mide la plausibilidad de una teoría.
Feyerabend parte de hechos interesantes (por ejemplo, hoy se olvida que en época de Galileo, el geocentrismo no era sencillamente una postura dogmática, sino que aparentemente contaba con evidencia empírica a su favor). Pero Feyerabend desemboca en extremos que rayan en lo absurdo. El “todo vale” elimina la distinción entre lo racional y lo irracional, y así, cualquier disparate sería admisible. Daría lo mismo curar enfermedades con antibióticos, que intentar curarlas con hechizos. Hay, por lo demás, una profunda hipocresía en todo esto. Los seguidores de Feyerabend despotrican en contra de la ciencia y su método, pero llegados los momentos críticos, saben muy bien que el médico es preferible al brujo, pues acuden a los hospitales, y no a los centros de sanación espiritual.

De la gramatología, de Jacques Derrida

En la filosofía del siglo XX cobró prominencia aquello que vino a llamarse el ‘giro lingüístico’. Muchos filósofos, especialmente aquellos de habla inglesa, decidieron suspender sus discusiones sobre los temas tradicionales de la filosofía, y prefirieron concentrarse en el lenguaje. Pues, según se alegaba, antes de entrar a discutir temas filosóficos, es necesario aclarar los conceptos, en vista de que muchas discusiones filosóficas reposan sobre confusiones lingüísticas.
Así, a partir de este giro lingüístico, los filósofos dieron gran valor a la claridad y la precisión en el lenguaje. Y, según argumentaban, un lenguaje claro y preciso será precisamente conducirá al refinamiento de la razón. Pero, lamentablemente, a partir de mediados del siglo XX, aparecieron los filósofos postmodernistas, y se opusieron al predominio de la razón, tal como había sido defendido por los ilustrados del siglo XVIII.
Quien se opone al predominio de la razón, obviamente empezará por oponerse a la claridad del lenguaje. Y, ése es precisamente un punto de partida para muchos postmodernistas. Los ilustrados y sus herederos intelectuales han confiado en la capacidad del lenguaje para reflejar el mundo, como plataforma para promover el predominio de la racionalidad. Los postmodernistas, por su parte, han preferido sostener que el lenguaje nunca podrá reflejar el mundo, y muchos deliberadamente buscan confundir para ratificar su postura frente a las pretensiones del lenguaje como representación clara del mundo.
Jacques Derrida encabezó el ataque postmodernista en contra de la claridad del lenguaje. De la gramatología, publicada en 1967, es su obra más importante. Ahí, en un estilo opaco y casi ininteligible, intentó analizar las posturas en torno al lenguaje, procedentes de autores tan variados como Rousseau, Levi Strauss y Saussaure, entre otros.
El punto central de De la gramatología es un ataque en contra de lo que Derrida denomina ‘logocentrismo’. La palabra ‘logos’, en griego, significa ‘palabra’, pero también ‘razón’. Obviamente, los griegos entendieron que el lenguaje y le pensamiento van de la mano. Derrida considera que, en la civilización occidental, se ha privilegiado lo racional por encima de lo irracional, y esto, a su juicio, constituye una forma de violencia.
Al conceder privilegio al logos, opina Derrida, la civilización occidental ha asumido que el lenguaje tiene la capacidad de reflejar el mundo nítidamente, pero según él, esto dista de ser evidente. La razón y el lenguaje operan con base en oposiciones binarias. Por ejemplo, cuando hablamos de alguien, asumimos que, o está vivo, o está muerto. Pero, Derrida sostiene que podemos ubicar conceptos que desafían el orden de estas oposiciones binarias; en nuestro caso, por ejemplo, alguien podría no estar ni vivo ni muerto, sino ser un zombi.
Derrida llama ‘indecidibles’ a los elementos que no encajan en nuestras categorías de pensamiento. Y, según su propio testimonio, su principal objetivo en la filosofía ha sido buscar indecidibles, de manera tal que coloquen en jaque las bases que reposan sobre las oposiciones binarias. La racionalidad es un intento por ordenar el mundo en categorías. Derrida considera que aquello que él llama ‘logocentrismo’ ha consistido en dividir al mundo en pares binarios (tal como hace la lógica), y privilegiar a un elemento por encima del otro (hombre vs. mujer, occidental vs. oriental, colonizador vs. colonizado, etc.). Derrida intenta subvertir el orden logocéntrico, buscando elementos que no encajen nítidamente en sus categorías.
En realidad, lo que Derrida intenta hacer con un lenguaje evocador de bombos y platillos, ya ha sido adelantado por varios lógicos, en un lenguaje mucho más claro. Uno de los tres principios fundamentales de la lógica es el del ‘medio excluido’ (los otros dos principios son el de identidad y el de no contradicción). Según este principio, si una proposición no es verdadera, entonces su negación sí debe serlo, y viceversa. Como corolario de esto, el principio de bivalencia sostiene que una proposición, o es verdadera, o es falsa. No es admisible una tercera opción. Algunos lógicos han considerado que podemos prescindir de estos principios si permitimos una ‘lógica difusa’ que permite diversos grados de verdad. Bajo esta lógica, una proposición podría no ser verdadera, pero tampoco falsa, sino medianamente verdadera, y en términos matemáticos, podría asignársele un valor de verdad de 0,5 (0 sería ‘falso’ y 1 sería ‘verdadero’).
Esto no es trivial, pero el aporte de Derrida sí lo es. Pues, además del hecho de que ya muchos lógicos han discutido los méritos y desméritos de la lógica bivalente, es innecesario el lenguaje tan confuso en que Derrida intenta expresar este punto. Derrida hace un alboroto de algo que ya los promotores de la lógica difusa venían manejando.
Ahora bien, Derrida parte de una crítica plausible a la lógica tradicional, pero la extiende a campos en los que claramente es ilícito hacerlo. Derrida sostiene que, cuando el ‘logocentrismo’ opera con base en pares binarios, ejerce una forma de violencia al excluir a los elementos que no encajan en esos pares. Esto ya empieza a sonar como un disparate. Cuando hablamos de ‘violencia’, el común de las personas piensa en asesinatos, violaciones y guerras, no en procedimientos de la lógica. Quizás el principio del tercero excluido sea erróneo, pero sostener que el uso de este principio es ‘violento’, es ir demasiado lejos.
Derrida ha llegado a sostener que el tipo de exclusión que se emplea en las oposiciones binarias es el mismo tipo de exclusión en contra de mujeres, negros, homosexuales, y demás grupos socialmente marginados. Esto ya es un disparate en pleno sentido. La exclusión en lógica es muy distinta a la exclusión política, y el alegre salto de una esfera a otra no parece ser lícito.
Al atacar a los principios de la lógica tradicional, Derrida también pretende atacar la búsqueda de la verdad en sí misma. De hecho, Derrida considera que cualquier presunción de que existe una verdad contrapuesta a la falsedad es en sí misma logocéntrica, y de nuevo, opera con base en la oposición binaria verdad-falsedad. Así, la búsqueda de la verdad es igualmente excluyente y tiránica, y en función de eso, es más conveniente abandonar la pretensión de encontrar la verdad. Esto ha servido de fundamento para que hoy en día esté muy en boga la idea según la cual la verdad no existe en un sentido universal, sino que la distinción entre lo verdadero y lo falso en relativa a cada contexto. Así, posturas como las de Derrida ya no son disparatas, sino que también empiezan a aparecer nihilistas. Si no existe la verdad, ¿qué queda entonces?
Derrida es al menos consecuente (y para ello, parece haber empleado los principios deductivos de la lógica, una obvia concesión al ‘logocentrismo’ que él mismo critica) en entender que, para atacar el ‘logocentrismo’, debe atacar el corazón de la racionalidad: el lenguaje. Hay una tradición filosófica estimable que ha intentado colocar límites a las pretensiones y alcances del lenguaje. Quizás de forma ingenua, algunos filósofos han confiado en que el lenguaje es una representación clara de la realidad, o que en todo caso, es posible formular un lenguaje que represente el mundo de una manera fiel y nítida. Por ello, ha sido estimable la labor de algunos filósofos para señalar algunas de las limitaciones del lenguaje.
Pero, el intento de Derrida ya va demasiado lejos, y raya en lo disparatado. Para empezar, Derrida sostendría que la distinción entre sentido y sinsentido es una instancia de las oposiciones binarias que él denuncia y, por extensión, una forma de violencia. Así, quien enuncia frases sin sentido estaría revirtiendo el orden tiránico del logocentrismo occidental que se empeña en imponer dicotomías, y en cierto modo, esto tendría un halo heroico. El decir disparates sería una manera de oponerse al logos.
Incluso, Derrida llega a sostener en otros rincones de su obra que el logos está asociado al falo, y que por ende, la civilización occidental no sólo se ha caracterizado por ser logocéntrica, sino también ‘falogocéntrica’. El énfasis en la racionalidad, sugiere Derrida, ha propiciado el dominio de los hombres por encima de las mujeres. Según parece, la manera de liberarse del yugo opresor del patriarcado es ir a una plaza pública y empezar a pronunciar todo tipo de disparates ininteligibles o irracionales. Pues, en la medida en que nos rebelamos en contra de la racionalidad (el logos), nos estamos rebelando en contra de la primacía del falo. Resulta extremadamente difícil creer que un supuesto filósofo tan renombrado como Derrida defienda cosas tan absurdas, pero ruego al lector que tome mi palabra al respecto, o mejor aún, que lo verifique por cuenta propia.
Derrida también denuncia insistentemente que, en la historia de Occidente, se ha impuesto la división dicotómica entre habla y escritura, y que abrumadoramente se ha privilegiado a la primera. Derrida está en lo cierto cuando sostiene que Sócrates desconfiaba de la escritura, por temor a que las personas olvidasen sus ideas, y porque el texto escrito no tiene la capacidad de ser interpelado en una discusión.
Pero, el alegato de Derrida es sumamente exagerado e históricamente incorrecto. Muchos filósofos han visto en la escritura una oportunidad para evitar las imperfecciones del lenguaje hablado (yo, por ejemplo, cometo muchos errores al hablar en la radio), y para emplear un sistema simbólico que permite representar la realidad de forma mucho más rigurosa. Incluso, muchos antropólogos reportan que, en las culturas orales (es decir, aquellas que no conocen la escritura), cuando se introduce la escritura por primera vez, éstas quedan fascinadas con los textos escritos, y desean aprender a leer y escribir rápidamente. De manera tal que es sencillamente falso que el lenguaje hablado siempre ha sido privilegiado por encima del lenguaje escrito.
En todo caso, Derrida sostiene que el motivo principal por el cual se ha privilegiado a la voz por encima de la escritura es porque la primera está más cerca del pensamiento, y por ende, se cree que su función de representación es más confiable. La palabra hablada es una representación del pensamiento. La palabra escrita es una representación de la palabra hablada (o, al menos, en los sistemas fonéticos de escritura), y por ende, es una representación de una representación. Derrida considera que el ‘logocentrismo’ desdeña a la escritura porque ésta se aleja del pensamiento original, y lo desvirtúa. Así, según Derrida, el desdén por la escritura se debe, fundamentalmente, al hecho de que, con el alejamiento del concepto original en la mente, se pierda el significado de la representación. Desde la perspectiva logocéntrica, denuncia Derrida, el habla conserva más el significado que la escritura.
Pero, Derrida estima que, en realidad, ningún lenguaje, sea escrito o hablado, puede hacer una nítida representación del mundo, y asegurar un sentido. Para sostener esta opinión, Derrida se ampara en la célebre teoría lingüística defendida por Ferdinand de Saussure. Según esta teoría, el significado de una palabra está en relación con el resto de las palabras en la cual se inscribe. Por ejemplo, la palabra “burro” no tiene una relación intrínseca con la bestia de carga; antes bien, la conexión entre la palabra “burro” y el concepto del burro, viene de la forma en que esa palabra se inscribe en un sistema conformado por otras palabras. En este libro, escrito en castellano, “burro” significa una bestia de carga; pero en un libro escrito en italiano, “burro” significará un producto derivado de la leche (la mantequilla). Así, el significado de “burro” dependerá de cómo se relaciona esa palabra con las otras palabras.
Pues bien, si esto es así, entonces el significado de una palabra está en otras palabras. Pero, Derrida sostiene que esto conduce a una cadena sin fin. Pues, el significado de esas otras palabras, a la vez está en otras palabras, y así sucesivamente. Derrida compara esto con la definición de una palabra en un diccionario. Para definir una palabra, se emplean otras palabras. Pero, al buscar esas otras palabras (las que conforman la palabra inicial) en el mismo diccionario, éste nos remitirá a otras palabras. Al final, nunca encontraremos una palabra que tenga sentido por sí misma, siempre nos remitirá a otras.
Para expresar estos conceptos, Derrida inventó el concepto de la ‘differance’. En francés, la palabra ‘diferencia’ se escribe ‘difference’. Pero, Derrida sustituye la ‘e’ por la ‘a’, para expresar un nuevo concepto. Derrida quiere jugar con el doble significado del verbo ‘diferir’: diferenciarse, pero también, suspender. Así, cuando una palabra encuentra significado en la diferencia con otros, Derrida sostiene que ‘difiere’ en doble sentido: se pretende alcanzar su significado diferenciándose de las otras, pero a la vez, se suspende el significado. Pues, si el significado de una palabra está en otra, y ésta a su vez en otra, habrá una cadena al infinito, y nunca habrá significado fuera de las palabras. Derrida inventa otro nombre para referirse a esto: la ‘archi-escritura’; una palabra nunca es autónoma, siempre depende de otra. Derrida inventa aún otro concepto en alusión a todo esto: la ‘huella’. Él postula que las palabras llevan la ‘huella’ de otras palabras.
Así, Derrida considera que no existe un sentido propio en el lenguaje. Así como el logocentrismo sostiene que la escritura es imperfecta, porque es la representación de una representación, Derrida sostiene que ningún lenguaje puede pretender encontrar un sentido sólido, porque el sentido se deriva de la relación entre las palabras, y en tanto las palabras adquieren sentido a partir de su relación con otras palabras, nunca habrá una base sólida para dotar de sentido al lenguaje. Una conocida frase de Derrida trata de recapitular esta argumentación: “no hay nada fuera del texto”. Con esto, según parece, Derrida quiere decir que el lenguaje no apunta a un concepto real; antes bien, el sentido del lenguaje es meramente arbitrario, pues el significado de las palabras depende de otras palabras.
Por extensión, la argumentación de Derrida parece llevar a la conclusión de que es estéril distinguir entre frases con significado y frases sin significado, pues el significado no existe en pleno sentido. El significado es apenas una relación que surge en el mismo texto, pero que no apunta a algo fuera de él, y de esa manera, no es posible hacer una separación dicotómica entre una frase como “Simón Bolívar murió en Santa Marta en 1830”, de una frase como “la identidad sexual constituye la futilidad de la verdad”. Si bien, desde la perspectiva logocéntrica, la primera parece tener sentido y la segunda no, el sentido de cada frase procede de la manera en que cada palabra se relaciona con las demás, y de esa manera, ninguna de las dos tiene sentido fuera de su propio sistema.
Estos argumentos marean. En un inicio, pareciera que Derrida parte de algo obvio (la arbitrariedad de los signos); pero después, nos conduce a la conclusión de que no hay algo que podamos llamar “significado” y que, por ende, la distinción entre enunciados inteligibles y enunciados ininteligibles es ilusa. Vale considerar las implicaciones de todo esto. Si Derrida está en lo cierto (y, para empezar, Derrida se opondría a la idea de que él, o quien sea, pueda estar en lo cierto, pues lo “cierto” no existe), entonces todo vale, y a la vez, todo enunciado carece de significado y correspondencia con la realidad (de nuevo, la realidad no existiría propiamente). Daría lo mismo intentar curar el cáncer con quimioterapia (vale agregar, Derrida murió de cáncer y se sometió a la medicina científica) que intentar curarlo con exorcismos; después de todo, fuera del discurso del médico o del exorcista no hay un significado, una base sólida en la realidad a la cual apunten sus palabras. Pero, el asunto va más allá: daría lo mismo convenir que el racismo debe erradicarse, que convenir que los negros son unos estúpidos malolientes; después de todo, ni el discurso racista ni el discurso anti-racista apuntan a algo real fuera de su propio sistema de signos.
Acá vendría bien un poco de sentido común. Podemos convenir que el significado de “burro” dependerá de la relación que esta palabra tenga con otras (sean en italiano o en castellano), pero ello no debería conducirnos a pensar que no existe propiamente una base sólida para el significado. Independientemente de que lo queramos llamar “burro”, “donkey”, o “âne”, podemos confiar en que el concepto de una bestia de carga parecida al caballo existe, y no meramente como un constructo de la relación entre palabras.
Hay, además, una gran paradoja en todo esto: si, como Derrida sostiene, no hay nada fuera del texto, entonces ello implica que no hay nada fuera de su texto, y por ende, no hay motivo para tomarse en serio lo que él dice. La paradoja procede del hecho de que Derrida inevitablemente debe emplear el lenguaje para hacer una crítica al lenguaje. Pero, si el lenguaje tiene todas las limitaciones que Derrida señala, ¿cómo podemos confiar en lo que él mismo expresa a través del lenguaje?
Derrida es un filósofo que empieza por decir cosas plausibles e incluso interesantes (por ejemplo, los límites de la lógica bivalente, o la arbitrariedad de los signos), pero termina por decir cosas escandalosamente absurdas (por ejemplo, que el logos es complemento del falo), que conducen al más peligroso oscurantismo. Incluso, podemos asumir cierto pragmatismo en todo esto: hasta ahora, la claridad en el lenguaje nos ha dado resultados sumamente beneficiosos, que han conducido a la felicidad humana; el lenguaje oscurantista puede conducirnos a la falta de entendimiento entre los seres humanos, la cual a la larga, haría derrumbar todo el edificio de nuestra civilización. La Biblia dice muchas tonterías, pero al menos tiene una enseñanza muy loable en la historia de la Torre de Babel: cuando los seres humanos empiezan a hablar sin entenderse entre sí, los edificios (y, metafóricamente, los grandes logros civilizaciones) colapsan. Por ello, entre más claros hablemos, mejor.